El nivel de exigencia académica en nuestro sistema educativo está bajo mínimos. No solo en cuanto a conocimientos, también en lo referente a valores como el esfuerzo.

No voy a hablarles de modelos educativos, ni sobre reformas y leyes que los regulan ni siquiera de innovación docente y les aseguro que esta ha sido y será una de mis pasiones más constantes a lo largo de mi trayectoria.

Vaya por delante que coincido con Schleicher (director del área educativa de la OCDE y padre de los informes PISA) en que debemos pasar de repetir contenidos a aplicar conocimientos; enseñar menos de manera más profunda; ejercitar en la comprensión; dotar a nuestros alumnos de estrategias y actitudes (competencias); enseñarles a desaprender y reaprender cuando cambia el contexto; que debemos prepararlos para mañana y no para ayer. Que no debemos comparar la educación que recibieron los padres con la que deben recibir sus descendientes.

Pero, aunque parezca obvio, existen los puntos medios, los grises entre los blancos y negros; el sentido común por encima de todo; la compatibilidad entre actitud y aptitud; la complementariedad entre conocimientos y competencias; la convivencia del saber con el practicar; de conocer con aplicar…

Voy a reflexionar si me lo permiten, directamente y sin rodeos de lo que estamos viviendo actualmente en las aulas. Quienes frecuentamos estos magníficos espacios y estamos continuamente con el oído pegado a todo lo que ahí sucede, sabemos perfectamente que los niveles han descendido brutalmente de unos años a esta parte hasta alcanzar el actual grado de alarma. Porque podemos debatir sobre la cantidad de conocimientos que se deben adquirir, pero no sobre la calidad de lo aprendido, máxime cuando es difícil entender lo siguiente si no he asimilado lo anterior.

Y no hablo solo de los niveles en conocimientos que, por supuesto, han descendido hasta llegar a causar asombro a quienes, como yo, ya no es fácil sorprender. Me refiero también a un descenso en valores que forjan personalidades y que construyen personas capaces y felices para un futuro cercano: el nivel de esfuerzo, de responsabilidad, de superación personal y de motivación se encuentra en el fondo de un abismo profundo y oscuro.

No hace falta indagar en exceso en las causas, pero sí quizás realizar un breve recordatorio: la pandemia sin duda fue complicada de afrontar, e hicimos lo que buenamente pudimos y, en términos generales, con mucho esfuerzo cargado sobre las espaldas de docentes de gran vocación. Pero es que salimos de ella (o estamos en proceso) y nos encontramos con que aprobar o suspender ha perdido todo su valor. Aceptable, con matices, el aprobado general del junio de 2020, pero no desde luego lo que ha venido después, con un alumnado que pasa masivamente de curso sin alcanzar unos niveles mínimos (insisto: mínimos), que ha suspendido y no recuperado asignaturas clave, fundamentales y además de conocimientos acumulativos, y que cuenta con la seguridad de que este año, como ya repite, suceda lo que suceda y haga lo que haga, pasará de curso. Mucho cuidado con lo que todo esto supone para quienes deben enseñar e impartir conocimientos a un perfil de alumnado de estas características.

Veo los problemas que se han querido paliar, pero no comparto en ningún caso la manera de intentar solucionarlos.

Así pues, la situación actual es tan incomprensible como preocupante. ¿Qué pasará cuando estas generaciones tengan que esforzarse para alcanzar sus objetivos, laborales o vitales? ¿Qué cuando deban enfrentarse a situaciones que requieren empuje y superación? ¿Acaso en la sociedad actual ha perdido valor la capacidad de aprender? Créanme: en el competitivo mundo laboral de hoy cuesta reaprender, lo que tantas veces se nos pide, pero no quiero ni pensar lo que costará aprender por primera vez.

Y desde luego esa falta de conocimientos no es un problema menor, pues no todo se soluciona buscando en internet. Son necesarias unas bases sobre las que construir y de las que partir… Si no, esta generación estafada educacionalmente, no apartará la vista de sus móviles (todavía más) para buscar absolutamente todo.

Si creen que exagero, prueben a hacer el sencillo ejercicio que les propongo: entreguen a un grupo de alumnas y alumnos de cualquier curso de ESO un mapa de España con las provincias sin sus nombres, y pídanles que las identifiquen, verán de qué hablo. No importa que falten 5 ó 6, por supuesto que eso no es relevante, lo que suele suceder sí les sorprenderá: Lisboa o Francia son ahora provincias españolas, Extremadura también lo es y además con playa, y un largo etcétera de barbaridades con las que, si la educación no fuera algo tan serio, nos reiríamos a carcajada limpia. He escogido geografía, pero podría haber puesto ejemplos de cualquier asignatura, porque también un verbo puede ser sujeto.

No entiendo cómo hemos podido olvidarnos de que en edades tempranas y de adolescencia las decisiones se toman desde una perspectiva cortoplacista, solo importa la quedada de este finde, la tarde de playa o lo que está pasando en las redes justo ahora. Eso lo sabemos, no es nuevo, lo que sí es nuevo es que no articulemos soluciones para evitar actuaciones de hoy que son un grave problema de mañana.

Quiero por último incidir en un mensaje crucial: que el nivel de exigencia académico esté bajo mínimos, no exime a nadie -familias, docentes, alumnado, sociedad- de su responsabilidad en el desarrollo de la juventud. Porque no se trata de qué apruebo o no sino de cómo me preparo para prosperar mañana.

Insisto: ¿de verdad nos creemos que así vamos a aprobar el futuro?

¿Seguimos impasibles? ¿Y aquello de un pacto duradero por la educación?

Miguel Ángel Heredia

Presidente de Fundación Piquer